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Mujeres arrojadas


Era una mañana soleada, se preparó un café y un pan tostado, lo llenó de mantequilla y mermelada. Era temprano pero le gustaba el café con un toque de licor dulce, se dio el gustito. Suspiró y miró por la ventana, los autos se escuchaban circular por la avenida.

Terminó el café, el pan, recogió la mesa. Odiaba ver el desorden en la mesita de dos plazas, miró hacia atrás, quiso capturar la escena de la tranquilidad de su departamento. Después de una vida trabajando, dedicándose a casa, su esposo la dejó por una joven, ya no dolía como amor, sino como una deuda inflándose en el banco, porque quien le prometió amor eterno, tuvo un fin, y ella que nunca trabajó porque él no quería, ahora tenía la edad para retirarse, pero no había de qué porque nunca trabajó.

El aviso le había llegado por medio del servicio postal, una carta, en un sobre, con toda su decencia de papel blanco y con todo su peso oficial con sellos, y firmas y nombres de gente que seguramente es importante y como gente importante habla seguramente en serio.

Ella, madre, ex esposa y aun ama de casa a sus 65 años no sabía una mierda, no entendía nada, todas las certezas se habían ido, todo lo que soñó cada día de su vida mientras se permitió soñar se diluía cruelmente burlándose de ella, dándole realidad justo en la cara.

Dio un paso más, abrió las ventanas, el viento le despeinó el cabello y ella respiraba el aire que entraba con los ojos cerrando, haciendo algo parecido a suspirar. Lo siguiente era ella con una expresión jamás viste en su rostro, en una postura que se antojaba a como los artistas conceptuales se mueven o muestran, un hilo de sangre de procedencia desconocida y el techo de una furgoneta arruinado.

Les había quitado el derecho a dejarla sin techo, había arrebatado del placer de los malvados a sacarla por la fuerza de lo que ella llamaba casa. Ellos no la corrieron de su casa, ella renunció a su vida.



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